miércoles, 27 de mayo de 2009

Encuentros cercanos de la clase divina (Parte I)

Recuerdo una infancia feliz, sin complicaciones ni grandes traumas. Mi tiempo transcurría en aprender a jugar los juegos que los niños y niñas de mi calle realizaban cotidianamente. Otra gran porción de mi tiempo se consumía en las clases de mi escuela, a escasos 700 metros de mi casa. La primaria lleva el nombre de Tomás Garrido Canabal, del cuál en ese tiempo no sabía nada, pero posteriormente supe que era considerado por algunos como un gran gobernador, mientras que para otros había sido un enviado del infierno para destruir la fe católica allá por los años 20s en las cálidas tierras de Tabasco. (Recomendación.- Leer: El poder y la gloria, de Graham Greene).


En marzo de 1982, la explosión del Volcán El Chichonal irrumpió en las vidas cotidianas de los habitantes del Sureste mexicano. Nuestra ciudad se localiza a muy pocos kilómetros de este Volcán. Para los niños, en su mundo imaginario, las cenizas eran una especie de nieve que llenaba las calles, y no comprendíamos la angustia de los adultos. Mi tía y muchas vecinas realizaban rezos que solíamos escuchar a lo lejos. El Salmo 91 era recitado con temor y reverencia: El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…


Mi madre era una católica confesa pero poco practicante. No existía presión para nosotros sus hijos de asistir a la misa dominical, pero íbamos un tanto por la presión cultural o social de ver a los vecinos practicar los sacramentos. A los 8 años aproximadamente se dieron las circunstancias para realizar la Primera Comunión, previo aprendizaje de un largo cuestionario que incluía un repaso de los dogmas cristianos y católicos. Las monjas y el catolicismo eran un mundo amable en nuestro entorno parroquial. Disfrutábamos “pasadías”, retiros y una que otra actividad que no recuerdo, pero a mí me costaba un poco de trabajo la confesión, ya que la liturgia no lograba aprendérmela o asimilarla.


Ese pequeño mundo religioso se fue apagando ante la cotidianeidad de un mundo secular. La escuela, los amigos, las novias, los juegos y un montón de compromisos dejaban poco espacio para la práctica religiosa. Entre los 12 años vi llegar a mi casa un libro color verde, era la Traducción del Nuevo Mundo de las Sagradas Escrituras, la Biblia que utilizan los testigos de Jehová. Un tío se había hecho converso al jehovismo, e intentaba dar los primeros pasos para tratar de atraer a nuestra familia. No lo logró en primera instancia, pero ante la característica poco dogmática de nuestra integración católica, nos volvimos amigables con los Testigos, a quienes admiramos en algún sentido al verlos recorrer las calles de nuestra colonia, bajo el insoportable calor del trópico, ofreciéndonos sus publicaciones con títulos bastante sugerentes: “Usted puede vivir para siempre en el Paraíso, en la Tierra”, así como las revistas Atalaya y Despertad.


Dos o tres veces abrí las páginas de esa Biblia, y de algo se estaba seguro cuando cerrabas la tapa de esa edición. Dios tenía un nombre y era Jehová.

2 comentarios:

  1. Soy testigo de Jehová y tienes razón, es muy dificil enfrentarse a la indiferencia de las personas aún hacia la misma biblia, pero me hace muy feliz agradar a Jehová dandolo a conocer a las personas.

    ResponderEliminar