Recuerdo una infancia feliz, sin complicaciones ni grandes traumas. Mi tiempo transcurría en aprender a jugar los juegos que los niños y niñas de mi calle realizaban cotidianamente. Otra gran porción de mi tiempo se consumía en las clases de mi escuela, a escasos
En marzo de 1982, la explosión del Volcán El Chichonal irrumpió en las vidas cotidianas de los habitantes del Sureste mexicano. Nuestra ciudad se localiza a muy pocos kilómetros de este Volcán. Para los niños, en su mundo imaginario, las cenizas eran una especie de nieve que llenaba las calles, y no comprendíamos la angustia de los adultos. Mi tía y muchas vecinas realizaban rezos que solíamos escuchar a lo lejos. El Salmo 91 era recitado con temor y reverencia: El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…
Mi madre era una católica confesa pero poco practicante. No existía presión para nosotros sus hijos de asistir a la misa dominical, pero íbamos un tanto por la presión cultural o social de ver a los vecinos practicar los sacramentos. A los 8 años aproximadamente se dieron las circunstancias para realizar
Ese pequeño mundo religioso se fue apagando ante la cotidianeidad de un mundo secular. La escuela, los amigos, las novias, los juegos y un montón de compromisos dejaban poco espacio para la práctica religiosa. Entre los 12 años vi llegar a mi casa un libro color verde, era
Dos o tres veces abrí las páginas de esa Biblia, y de algo se estaba seguro cuando cerrabas la tapa de esa edición. Dios tenía un nombre y era Jehová.