martes, 17 de abril de 2012

Bajo lágrimas de encanto


A las 3:15 de la tarde Pedrito salió temblando de “la poza del convento”, pero no fue sino hasta que el cielo se tiñó de rojo cuando llegó a su casa. Su tío Herminio se sorprendió al verlo y lo interrogó: -¿qué te pasa hijo?- ; pero no contestó nada.
            El día que le contaron “la historia”, Pedrito González no pegó el ojo en toda la noche, tenía 12 años cuando le soltaron lo más fantástico que hasta ese momento había escuchado: “el mismísimo Tomás Garrido en persona rompió el santo entre sus manos y lo arrojó al río, convulsionándose las aguas a tal grado que desde ese día comenzó a tragarse a la gente”. La gente llamaba a ese lugar misterioso “la poza del convento”.
            Cuando el remolino de esas aguas se tragó a su mejor amigo “el chompipe”, Pedrito González lloró al grado que tuvieron que pasarle tres sueros durante una semana para rehidratarlo. Al recuperarse le contó a su perro la incredulidad que “el chompipe” había mostrado unas semanas atrás de la tragedia.
            -Mira mano, yo no sé po’qué no quieres ir a la poza, pero allá tú-, le dijo casi enojado “el chompipe” a su amigo.
            -Estás loco “Inda”, ya te lo he dicho mil veces, por algo le llaman “del convento”. Algo pasa  ahí adentro.
            Indalecio –como realmente se llamaba el chompipe- había ido solamente en dos veces a la orilla del río. Ambas al escaparse de la escuela, pero en ninguna ocasión se atrevió a zambullirse en las misteriosas aguas. Para la tercera ocasión tenía planeado culminar la aventura. Sería el miércoles de ceniza y el jueves proclamaría a los cuatro vientos que había logrado lo que nadie a su edad: salir con vida de los remolinos.
            El viernes que amaneció lloviendo todos lo lloraron en la secundaria. Por la madrugada encontraron el cuerpo flotando y en la mañana se corrió la noticia por el pueblo. Lulú su mejor amiga se puso tan histérica que tuvieron que darle bofetadas para que reaccionara; Josefo, su acérrimo rival se arrepintió de haberlo molestado tanto en vida y de haber sido él quien le pusiera ese apodo tan peculiar al difunto.
            Pero nadie lo sintió como Pedrito, quien juró ante su perro contagiado por la nostalgia de su amo, que no descansaría hasta conocer la verdad de todo el misterio.

            Al terminar la secundaria a Pedrito ya no le gustaba que lo llamaran por su diminutivo, “ya soy Pedro” repetía constantemente a sus conocidos.
            Su plan aún estaba vigente. Se sabía la biografía completa de don Tomás Garrido Canabal, conocido como “el sagitario rojo”, y efectivamente descubrió la evidencia de que el gobernador tabasqueño pasó por el pueblo arrasando con los ídolos y con todo lo que se opusiera a sus convicciones.
            Pedro no había pasado por alto que era necesario aprender a nadar y su tío Herminio se encargó de enseñarlo en un arroyito tranquilo. Ahora sí estaba preparado para enfrentar cualquier tipo de retos, aún aquellos que asustaban hasta a los adultos ‘más machos’.
            Con el sacrificio de sus domingos logró comprar el equipo suficiente para bucear con seguridad. El plan maestro era introducirse a la poza del convento y rescatar el fetiche que había roto don Tomás, entonces de acuerdo al plan las aguas calmarían su furia y ya no se comerían más a ninguna persona.
            Sólo existían dos inconvenientes, decidirse por el día preciso, y pensar qué hacer si  en lugar de calmarse, los remolinos se enfurecían más.
            Lo pensó una y otra vez, pero al fin decidió que tenía que ser en un miércoles de ceniza la delicada operación.
La mañana del miércoles indicado, al levantarse Pedro presintió la muerte, pero logró sobreponerse al temor con una gaseosa que se tomó, y se prometió a sí mismo tomarse otras dos juntas después de salir victoriosos.
            A su perro ya viejo lo amarró a un árbol para que no lo siguiera y a Lulú su enamorada prefirió no verla para evitarse explicaciones enredadas.
            Al zambullirse en el río eran las 2 de la tarde en punto, las tripas le gruñían, el corazón palpitaba de tal forma que sentía los latidos en las orejas.
            No dejó recado alguno a sus familiares porque algo le decía que volvería con vida a contarles a todos de su hazaña.
            Ocho metros bajo el agua comenzó a ver lo que nunca se había imaginado. Siguió avanzando más adentro y más adentro, los caminos eran interminables, sombras y luces se dibujaban delante de sus ojos. Por un momento sintió que el corazón le salía por la boca, pero se aguantó porque al abrirla perdería el oxígeno del tanque y entonces se ahogaría.
            Cuando sintió el escalofrío por todos los huesos ya no pudo más y botó el tanque, por un instante se quedó paralizado, al reaccionar comenzó a ascender hasta llegar a la superficie.
            Se sentó en una piedra y se soltó a llorar por casi una hora, escuchaba desde lejos a los pájaros rechillar como cada tarde en el parque, y a los perros ladrar como nunca antes.
            Herminio, el tío, lo vio llegar y lo notó totalmente diferente. Como si la mitad del alma se la hubieran arrancado.
            -¿Qué te pasa hijo?, le preguntó preocupado. Pedro no respondió. Agarró una gaseosa de la mesa y se la tomó hasta el fondo.
            No contestó, ni en ese momento, ni nunca más, perdió el habla para siempre.



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