Como estudiante adolescente era yo una persona dedicada que hacía las tareas, que destacaba en los exámenes y con una buena memoria en la aplicación del conocimiento. Pero eso no me hacía un nerd, pues nunca fui retraído ni excesivamente tímido, más bien me integraba a los equipos de juego o deportivos, al grado que una vez me eligieron para ejecutar el penalty del partido de fútbol que nos daría el campeonato escolar… y fallé, lo que sin duda marcó el inicio de mi retiro en esta disciplina en la que mi hermano mayor había destacado, y de quien heredé la afición por los Pumas de la UNAM.
En las clases era participativo, recurrente y hasta chistoso en algunos comentarios, cualidades que me hicieron interesante para 3 ó 4 jovencitas que buscaban dejar atrás su etapa infantil por medio de experimentar sus primeros amoríos, besos o mariposeos en el estómago.
En ese terreno fui algo tímido. La primera oportunidad me llegó a la mitad del ciclo de primer grado de secundaria, cuando mi compañera de clase que se sentaba justo a mi derecha, enfermó de varicela. En el exilio de su hogar experimentó nostalgia de mis ocurrencias, lo que tal vez interpretó como enamoramiento. Así me lo hicieron saber sus amigas al entregarme una carta escrita por ella, con alguna frase amorosa que se pierde en el olvido.
Dos años después el saldo era de tres relaciones amorosas, de las cuáles había obtenido no más de cuatro besos que significaron el primer contacto con el amor más allá del que una madre o padre brindan durante los primeros años de vida. Es el primer paso del amor ágape –incondicional- hacia el amor eros, lo que estará marcado por la decepción, la indiferencia o el olvido instantáneo de las emociones juveniles.
Tras concluir el segundo año de secundaria, por mis buenas calificaciones en el verano de 1987 fui honrado en participar en un campamento denominado Kinijé, donde conviviría con los mejores estudiantes de segundo grado de secundaria. Eran los tiempos de Timbiriche, del Rock en tu idioma, de los zapatos Top Sider que se usaban sin calcetines, de grabadoras de doble casetera, en fin de tantas cosas que marcaron esa época.
Unas semanas más tarde de ese campamento donde también experimenté el amor adolescente, ingresé a mi último año de secundaria. Me tocó ser capitán de la escolta y cada dos lunes recorríamos el patio de la escuela recibiendo la mirada de cientos de compañeros que al igual que nosotros, estaban llenos de emociones, sensaciones, la locura del despertar de la sexualidad. En fin, tantas y tantas anécdotas que por justicia deberían ser escritas.
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