miércoles, 14 de abril de 2010

Renacimientos

Un mundo sin internet "era" posible, yo lo viví así a lo largo de mi infancia y no conocí una computadora sino hasta una edad muy adulta. A cambio de ese mundo de diversión que hoy ofrece el Facebook, el Twitter, YouTube y cientos de miles de páginas web, la vida me ofreció una niñez de felicidad jugando en las calles de mi ciudad. Solíamos hacer partidos de futbol, enfrentamientos de trompos, de canicas, por las noches visitábamos la casa de amigos, donde en ocasiones había "guerra" de almohadas. No había el miedo a la calle, ni a ser secuestrado, sino un deseo intenso de conocer nuestro mundo más cercano, de bañarnos en las aguas de los ríos aún sin contaminar, de trepar por las laderas de los montes para atrapar pájaros.

La calle Félix Fulgencio Palavicini donde corrí en mi niñez, era un mosaico de familias de distintas condiciones económicas, pero todas convivían entre sí, mezclaban a sus hijos para jugar juntos, compartían fiestas y creencias religiosas, tradiciones culturales, la esperanza de un futuro promisorio para ellos por medio de la educación pública. Mis padres eras luchadores, forjadores de un destino para su prole. Contaban con decisión, con entrega, con dedicación y tenían todo el empeño de mandarnos a la escuela para formarnos profesionalmente.

A mis hermanas menores y a mí nos mandaron a la escuela primaria “Tomás Garrido Canabal” que se localizaba aproximadamente a 700 metros de nuestro hogar. El recorrido era fácil y por alguna extraña razón soñaba con recurrencia que caminaba por la misma banqueta y al llegar al portón escolar miraba mis pies que se encontraban descalzo. Por supuesto que no conocía de Sigmund Freud para tratar de interpretar mis sueños que oscilaban entre viajes por el aire, pérdidas de objetos entre otras cosas simpáticas y chistosas.

La escuela era fácil para mí y seguramente también para mis hermanos. Yo destaqué desde tercero hasta sexto año. Mi preocupación era jugar, no sabía nada de la sexualidad entre hombres y mujeres, porque algunas veces me propusieron: “vámos a jugar a los novios” y yo contestaba con un tímido: “¿y qué es eso?”. Sin embargo hojeaba historietas de personajes como “Spiderman” o “Los 4 fantásticos”, en ésta última recortaba con tijera a los personajes y les ponía diálogos, intercambiaba los roles y hasta besos de papel se daban, causando una tímida excitación en mi cuerpo en crecimiento.

Fue cuando nos mudamos de esa calle a la casa que mi padre compró en la colonia la Sierra, teniendo 12 años de edad y estando a punto de entrar a la secundaria, cuando la perspectiva de mi vida, la visión del mundo y la concepción de mi interior hacia la sexualidad, cambiaron. De repente, como si el velo se me cayera, sentí una explosión de sentimientos hacia las personas del sexo opuesto. Noté que me gustaban, que me atraían, que además de jugar al futbol quería platicar con ellas, y así fue surgiendo una lista interminable de nombres de jovencitas que tuvieron una relación conmigo. Eran efímeras sí, pero trascendentes en formación personal. Las quería, las recordaba, pero iban pasando como las nubes que un día dejan caer su lluvia pesada y luego ya no están.

Un día, no recuerdo cuando, tomé entre mis manos una revista blanco y negro, se trataba de las aventuras de John Barry en el Japón, un personaje cuya vida transitaba entre las artes marciales, bellas geishas y combates a muerte. En la revista Samurai contemplé por primera vez, de manera conciente, a una dama desnuda retratada de espaldas, conmocionó el pequeño mundo erótico que estaba disponible en mi ser interior. Abrió una forma de entender la vida. Descubriendo, intentando, corrigiendo. Era el despertar de un nuevo ser.

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