jueves, 15 de abril de 2010

En los caminos

La mañana del viernes 11 de mayo de 1990 desperté ansioso de salir a la calle. En ese tiempo estaba viviendo temporalmente en la ciudad de Villahermosa, estudiando el 3er. semestre de preparatoria en el Colegio de Bachilleres Plantel 1. Me alisté rápidamente, tomé una mochila con algunos alimentos preparados y caminé rumbo a las inmediaciones de la Ciudad Deportiva, donde miles de personas del Sureste mexicano recibirían al Papa Juan Pablo II, máximo jerarca de la cristiandad católica.

Mi familia era nominalmente católica, pero por lo menos durante los últimos 5 años antes de esa fecha había estado alejado completamente del entorno religioso. Las razones eran muy sencillas, mi madre no era muy devota de practicar los sacramentos sino que tenía una credulidad más directa, encendía la veladora y dejaba que ocurriera el milagro, o ponía el nacimiento navideño con el niño-dios a quien se le cantaban o rezaban agradecimientos.

Durante mi primera infancia asistíamos a la iglesia los domingos, era un requisito para que nos dejaran ir al cine por la tarde. Logré hacer mi primera comunión y tal vez confirmación, pero nunca logré acoplarme a la disciplina del confesionario, eso me alejó definitivamente. No me gustan los protocolos, las fórmulas religiosas me fastidian un poco, así que como no podía confesarme me alejé temporalmente de la iglesia, hasta esa mañana de 1990 cuando mis emociones estaban marcadas por la visita del vicario exaltado por los medios de comunicación.

Tomé fotografías, canté y rezé. Fue una bonita experiencia pero nada trascendente. Estaba sólo, me movía por mi propia voluntad y eso siempre me ha agradado hasta el día de hoy. Fue un regresó efímero, porque durante los próximos cuatro años el cielo se volvió de bronce, estaría completamente cerrado para mí, pues mi búsqueda de entendimiento por la vida me hizo ver como intrascendente la práctica religiosa. Además los años de preparatoria estuvieron marcados por la afición al cigarrillo y el alcohol en dosis moderadas. Estaba yo a unos cuantos meses de descubrir la música de uno de mis grupos favoritos de todos los tiempos, y eso era todo para mí.




The Wonder Years (Parte 1)

En septiembre de 1985 ingresé a la Escuela Secundaria Federal “Noé de la Flor Casanova” ubicada en la avenida 21 de marzo del municipio de Teapa (Tabasco), justo donde antiguamente se localizó un campo de béisbol.

Como estudiante adolescente era yo una persona dedicada que hacía las tareas, que destacaba en los exámenes y con una buena memoria en la aplicación del conocimiento. Pero eso no me hacía un nerd, pues nunca fui retraído ni excesivamente tímido, más bien me integraba a los equipos de juego o deportivos, al grado que una vez me eligieron para ejecutar el penalty del partido de fútbol que nos daría el campeonato escolar… y fallé, lo que sin duda marcó el inicio de mi retiro en esta disciplina en la que mi hermano mayor había destacado, y de quien heredé la afición por los Pumas de la UNAM.

En las clases era participativo, recurrente y hasta chistoso en algunos comentarios, cualidades que me hicieron interesante para 3 ó 4 jovencitas que buscaban dejar atrás su etapa infantil por medio de experimentar sus primeros amoríos, besos o mariposeos en el estómago.

En ese terreno fui algo tímido. La primera oportunidad me llegó a la mitad del ciclo de primer grado de secundaria, cuando mi compañera de clase que se sentaba justo a mi derecha, enfermó de varicela. En el exilio de su hogar experimentó nostalgia de mis ocurrencias, lo que tal vez interpretó como enamoramiento. Así me lo hicieron saber sus amigas al entregarme una carta escrita por ella, con alguna frase amorosa que se pierde en el olvido.

Dos años después el saldo era de tres relaciones amorosas, de las cuáles había obtenido no más de cuatro besos que significaron el primer contacto con el amor más allá del que una madre o padre brindan durante los primeros años de vida. Es el primer paso del amor ágape –incondicional- hacia el amor eros, lo que estará marcado por la decepción, la indiferencia o el olvido instantáneo de las emociones juveniles.

Tras concluir el segundo año de secundaria, por mis buenas calificaciones en el verano de 1987 fui honrado en participar en un campamento denominado Kinijé, donde conviviría con los mejores estudiantes de segundo grado de secundaria. Eran los tiempos de Timbiriche, del Rock en tu idioma, de los zapatos Top Sider que se usaban sin calcetines, de grabadoras de doble casetera, en fin de tantas cosas que marcaron esa época.

Unas semanas más tarde de ese campamento donde también experimenté el amor adolescente, ingresé a mi último año de secundaria. Me tocó ser capitán de la escolta y cada dos lunes recorríamos el patio de la escuela recibiendo la mirada de cientos de compañeros que al igual que nosotros, estaban llenos de emociones, sensaciones, la locura del despertar de la sexualidad. En fin, tantas y tantas anécdotas que por justicia deberían ser escritas.



miércoles, 14 de abril de 2010

Renacimientos

Un mundo sin internet "era" posible, yo lo viví así a lo largo de mi infancia y no conocí una computadora sino hasta una edad muy adulta. A cambio de ese mundo de diversión que hoy ofrece el Facebook, el Twitter, YouTube y cientos de miles de páginas web, la vida me ofreció una niñez de felicidad jugando en las calles de mi ciudad. Solíamos hacer partidos de futbol, enfrentamientos de trompos, de canicas, por las noches visitábamos la casa de amigos, donde en ocasiones había "guerra" de almohadas. No había el miedo a la calle, ni a ser secuestrado, sino un deseo intenso de conocer nuestro mundo más cercano, de bañarnos en las aguas de los ríos aún sin contaminar, de trepar por las laderas de los montes para atrapar pájaros.

La calle Félix Fulgencio Palavicini donde corrí en mi niñez, era un mosaico de familias de distintas condiciones económicas, pero todas convivían entre sí, mezclaban a sus hijos para jugar juntos, compartían fiestas y creencias religiosas, tradiciones culturales, la esperanza de un futuro promisorio para ellos por medio de la educación pública. Mis padres eras luchadores, forjadores de un destino para su prole. Contaban con decisión, con entrega, con dedicación y tenían todo el empeño de mandarnos a la escuela para formarnos profesionalmente.

A mis hermanas menores y a mí nos mandaron a la escuela primaria “Tomás Garrido Canabal” que se localizaba aproximadamente a 700 metros de nuestro hogar. El recorrido era fácil y por alguna extraña razón soñaba con recurrencia que caminaba por la misma banqueta y al llegar al portón escolar miraba mis pies que se encontraban descalzo. Por supuesto que no conocía de Sigmund Freud para tratar de interpretar mis sueños que oscilaban entre viajes por el aire, pérdidas de objetos entre otras cosas simpáticas y chistosas.

La escuela era fácil para mí y seguramente también para mis hermanos. Yo destaqué desde tercero hasta sexto año. Mi preocupación era jugar, no sabía nada de la sexualidad entre hombres y mujeres, porque algunas veces me propusieron: “vámos a jugar a los novios” y yo contestaba con un tímido: “¿y qué es eso?”. Sin embargo hojeaba historietas de personajes como “Spiderman” o “Los 4 fantásticos”, en ésta última recortaba con tijera a los personajes y les ponía diálogos, intercambiaba los roles y hasta besos de papel se daban, causando una tímida excitación en mi cuerpo en crecimiento.

Fue cuando nos mudamos de esa calle a la casa que mi padre compró en la colonia la Sierra, teniendo 12 años de edad y estando a punto de entrar a la secundaria, cuando la perspectiva de mi vida, la visión del mundo y la concepción de mi interior hacia la sexualidad, cambiaron. De repente, como si el velo se me cayera, sentí una explosión de sentimientos hacia las personas del sexo opuesto. Noté que me gustaban, que me atraían, que además de jugar al futbol quería platicar con ellas, y así fue surgiendo una lista interminable de nombres de jovencitas que tuvieron una relación conmigo. Eran efímeras sí, pero trascendentes en formación personal. Las quería, las recordaba, pero iban pasando como las nubes que un día dejan caer su lluvia pesada y luego ya no están.

Un día, no recuerdo cuando, tomé entre mis manos una revista blanco y negro, se trataba de las aventuras de John Barry en el Japón, un personaje cuya vida transitaba entre las artes marciales, bellas geishas y combates a muerte. En la revista Samurai contemplé por primera vez, de manera conciente, a una dama desnuda retratada de espaldas, conmocionó el pequeño mundo erótico que estaba disponible en mi ser interior. Abrió una forma de entender la vida. Descubriendo, intentando, corrigiendo. Era el despertar de un nuevo ser.

Con olor a aserrín

Mi abuelo materno era carpintero. Siendo yo un niño íbamos a visitarlo a su pueblo, Tacotalpa, donde creció mi madre junto a sus hermanos y donde ella había conocido a mi padre para posteriormente formar una familia conformada por tres mujeres y dos varones. Recuerdo a mi abuelo Juan Vicente cuando nos recibía en su casa-carpintería con olor a aserrín, su beso de bienvenida era rasposo por el bigote a medio crecer que siempre tuvo.

Allí en ese lugar pasábamos los fines de semana muchas veces, eran días festivos, celebraciones, día de muertos, en los cuáles teníamos la oportunidad de que se nos contaran historias de esos pueblos mágicos que versaban sobre el estado de los difuntos, de cómo ellos aprovechaban a visitar a sus seres queridos entre sombras, comiendo los dulces y tamales en los altares elaborados para conmemorar su recuerdo.

Otras ocasiones se recordaban aquellos pasajes de la historia que fueron marcando el rumbo de nuestra calurosa tierra tabasqueña, como aquellos sucesos traumáticos para muchos en los cuáles el gobierno de Tomás Garrido Canabal en los años 20’s impulsó la desfanatización, recorriendo los pueblos y comunidades para realizar la quema de los santos, que algunos guardaban celosamente escondidos bajo la tierra, so pena de ser descubiertos y ajusticiados.

Otro tema recurrente era el de las inundaciones que fueron y siguen siendo parte de la cotidianeidad del pueblo tabasqueño. Aún así convivir con el agua no ha sido fácil, pues mientras que en aquellos tiempos de mis abuelos las inundaciones eran previsibles y la gente se preparaba para subir a un nivel más alto sus pocas pertenencias, hoy en día se sospecha de que la corrupción gubernamental ha tenido un papel importante a la hora de determinar las causas que originan las anegaciones en amplios sectores del estado. 2007 fue el Centro, 2008 la región de los Ríos, y 2009 la región de la Chontalpa. ¿Sucederá algo en este 2010?

Regresando al tema de mis abuelos, Juan Vicente estaba casado con Guadalupe, su querida compañera que se le adelantó en el viaje mientras yo ya era un muchacho de preparatoria. No sé que enfermedad padeció mi abuela pero careció durante los últimos años de sus facultades de razonamiento y de habla. Mi abuelito vivió muchos años más, creo que le gustaba vivir, fue alegre, tomaba alcohol de vez en cuando y hasta donde supimos compartía su tiempo y recursos con damas más jóvenes, tratando tal vez de encontrar la fórmula para la eterna juventud que se va marchitando día a día.

Mi abuelo paterno se llamaba Antonio, era un tipo bonachón, sencillo pero recio de carácter. Lo recuerdo muy poco porque partió de la tierra de los vivientes cuando yo rondaba los 6 años de edad. Vendía dulces cuando todavía no existían los chiapitas, vendía naranjas bajo la sombra de un gran árbol de mangos ubicado entre el río Teapa y la avenida principal de ese municipio. Creo que lo quise mucho, tal vez fue así porque el día de su entierro, mi hermana dice que lloré mucho. No obstante los recuerdos se diluyen y escribo esto para que haya constancia de lo que alguna vez fui.

Fotografía de Doroteo Arango.