Fue en 1991 cuando comencé a seguir la música de Depeche Mode. Como dije anteriormente, una parte de mí era profundamente rockera, habiendo empezado con el hard rock de Bon Jovi hasta escalar con los maestros del thrash metal, desde Metallica hasta Sepultura. Pero al crecer en medio de una cultura pop, mis sentidos estaban abiertos a experimentar con todo tipo de música, así que cuando un amigo de la preparatoria en Villahermosa me prestó unos cassettes de los dioses del synth pop británico, yo quedé realmente alucinado con su sonido. En aquellos días acababa de salir el Violator que los catapultó al éxito mundial, pero yo estaba interesado en ir hacia atrás y comencé a buscar su discografía, primero tal vez el concierto 101 que había sido grabado en Pasadena en 1988, luego el Music for the Masses, hasta llegar al "Black Celebration" cuyos sonidos me llenaron de melancolía, de cierta depresión y ansiedad, pero que satisfacían una necesidad del alma. Es difícil describir para un fan del cuarteto de Basildon lo que sentimos por el disco Black Celebration, pero sin ser un disco comercial se convirtió en un referente para muchas vidas, e hizo capaz que la música de Depeche Mode fuera el puente entre dos mundos, el de la música electrónica y del rock.
Hasta la fecha, el Black Celebration sigue siendo un disco que se disfruta en la sagrada soledad, con la luz apagada y una vela encendida, mientras cantamos tratando de exorcizar esos sentimientos que se van y vuelven para definir nuestra personalidad, sentimientos que comienzan con la desesperanza de "haber tenido un día negro", pero redimidos con el amor y la esperanza de un nuevo día, ese que comienza con el sonido de una intensa lluvia de otoño.