A
las 3:15 de la tarde Pedrito salió temblando de “la poza del convento”, pero no
fue sino hasta que el cielo se tiñó de rojo cuando llegó a su casa. Su tío
Herminio se sorprendió al verlo y lo interrogó: -¿qué te pasa hijo?- ; pero no
contestó nada.
El día que le contaron “la
historia”, Pedrito González no pegó el ojo en toda la noche, tenía 12 años
cuando le soltaron lo más fantástico que hasta ese momento había escuchado: “el
mismísimo Tomás Garrido en persona rompió el santo entre sus manos y lo arrojó
al río, convulsionándose las aguas a tal grado que desde ese día comenzó a
tragarse a la gente”. La gente llamaba a ese lugar misterioso “la poza del
convento”.
Cuando el remolino de esas aguas se
tragó a su mejor amigo “el chompipe”, Pedrito González lloró al grado que
tuvieron que pasarle tres sueros durante una semana para rehidratarlo. Al
recuperarse le contó a su perro la incredulidad que “el chompipe” había
mostrado unas semanas atrás de la tragedia.
-Mira mano, yo no sé po’qué no
quieres ir a la poza, pero allá tú-, le dijo casi enojado “el chompipe” a su
amigo.
-Estás loco “Inda”, ya te lo he
dicho mil veces, por algo le llaman “del convento”. Algo pasa ahí adentro.
Indalecio –como realmente se llamaba
el chompipe- había ido solamente en dos veces a la orilla del río. Ambas al
escaparse de la escuela, pero en ninguna ocasión se atrevió a zambullirse en
las misteriosas aguas. Para la tercera ocasión tenía planeado culminar la
aventura. Sería el miércoles de ceniza y el jueves proclamaría a los cuatro
vientos que había logrado lo que nadie a su edad: salir con vida de los
remolinos.
El viernes que amaneció lloviendo
todos lo lloraron en la secundaria. Por la madrugada encontraron el cuerpo
flotando y en la mañana se corrió la noticia por el pueblo. Lulú su mejor amiga
se puso tan histérica que tuvieron que darle bofetadas para que reaccionara;
Josefo, su acérrimo rival se arrepintió de haberlo molestado tanto en vida y de
haber sido él quien le pusiera ese apodo tan peculiar al difunto.
Pero nadie lo sintió como Pedrito,
quien juró ante su perro contagiado por la nostalgia de su amo, que no
descansaría hasta conocer la verdad de todo el misterio.
Al terminar la secundaria a Pedrito
ya no le gustaba que lo llamaran por su diminutivo, “ya soy Pedro” repetía
constantemente a sus conocidos.
Su plan aún estaba vigente. Se sabía
la biografía completa de don Tomás Garrido Canabal, conocido como “el sagitario
rojo”, y efectivamente descubrió la evidencia de que el gobernador tabasqueño
pasó por el pueblo arrasando con los ídolos y con todo lo que se opusiera a sus
convicciones.
Pedro no había pasado por alto que
era necesario aprender a nadar y su tío Herminio se encargó de enseñarlo en un
arroyito tranquilo. Ahora sí estaba preparado para enfrentar cualquier tipo de
retos, aún aquellos que asustaban hasta a los adultos ‘más machos’.
Con el sacrificio de sus domingos
logró comprar el equipo suficiente para bucear con seguridad. El plan maestro
era introducirse a la poza del convento y rescatar el fetiche que había roto
don Tomás, entonces de acuerdo al plan las aguas calmarían su furia y ya no se
comerían más a ninguna persona.
Sólo existían dos inconvenientes,
decidirse por el día preciso, y pensar qué hacer si en lugar de calmarse, los remolinos se
enfurecían más.
Lo pensó una y otra vez, pero al fin
decidió que tenía que ser en un miércoles de ceniza la delicada operación.
La mañana del miércoles indicado, al
levantarse Pedro presintió la muerte, pero logró sobreponerse al temor con una
gaseosa que se tomó, y se prometió a sí mismo tomarse otras dos juntas después
de salir victoriosos.
A su perro ya viejo lo amarró a un
árbol para que no lo siguiera y a Lulú su enamorada prefirió no verla para
evitarse explicaciones enredadas.
Al zambullirse en el río eran las 2
de la tarde en punto, las tripas le gruñían, el corazón palpitaba de tal forma
que sentía los latidos en las orejas.
No dejó recado alguno a sus
familiares porque algo le decía que volvería con vida a contarles a todos de su
hazaña.
Ocho metros bajo el agua comenzó a
ver lo que nunca se había imaginado. Siguió avanzando más adentro y más
adentro, los caminos eran interminables, sombras y luces se dibujaban delante
de sus ojos. Por un momento sintió que el corazón le salía por la boca, pero se
aguantó porque al abrirla perdería el oxígeno del tanque y entonces se
ahogaría.
Cuando sintió el escalofrío por
todos los huesos ya no pudo más y botó el tanque, por un instante se quedó
paralizado, al reaccionar comenzó a ascender hasta llegar a la superficie.
Se sentó en una piedra y se soltó a
llorar por casi una hora, escuchaba desde lejos a los pájaros rechillar como
cada tarde en el parque, y a los perros ladrar como nunca antes.
Herminio, el tío, lo vio llegar y lo
notó totalmente diferente. Como si la mitad del alma se la hubieran arrancado.
-¿Qué te pasa hijo?, le preguntó
preocupado. Pedro no respondió. Agarró una gaseosa de la mesa y se la tomó
hasta el fondo.
No contestó, ni en ese momento, ni
nunca más, perdió el habla para siempre.