domingo, 26 de agosto de 2012

El enigmático comentario de Neil Armstrong al pisar por primera vez la luna

Neil Alden Armstrong (Wapakoneta, Ohio, EEUU, 5 de agosto de 1930 - Columbus, Ohio, EEUU, 25 de agosto de 2012) fue astronauta de la NASA y el primer ser humano en pisar la Luna el 21 de julio de 1969, en la misión Apolo 11.

Cuando el astronauta del Apolo, Neil Armstrong pisó por primera vez la luna, no solo dijo su famosa frase "un pequeño paso para el hombre, un enorme salto para la humanidad", sino que despues hizo varios comentarios, los usuales de comunicacion entre él, los otros astronautas y el centro de control. 

Sin embargo, justo al volver a la capsula dijo algo enigmatico: "Buena suerte, Mr. Gorsky". Mucha gente de la NASA penso que seria un comentario casual acerca de algún cosmonáuta soviético rival. Sin embargo, tras comprobarlo, no se encontró ningun Gorsky en ningun programa espacial ni ruso ni americano. 

A lo largo de los años, mucha gente interrogo a Armstronga cerca del significado de su comentario "buena suerte Mr. Gorsky", pero Armstrong se limitaba a sonreir siempre, sin decir nada. 

Hace algunos años (el 5 de Julio de 1995 en Tampa Bay FL) mientras respondia preguntas tras un discurso, un periodista saco a relucir la famosa pregunta de 26 años de antigüedad. Esta vez por fín respondio. Mr. Gorsky habia muerto, por lo que Neil Armstrong sentía que podia dar solucion a la pregunta. Cuando era un niño, estaba jugando al béisbol en el patio trasero con un amigo. Este, golpeó una bola con fuerza y la hizo aterrizar en frentede la ventana del dormitorio de sus vecinos. Estos eran el señor y la señora Gorsky. Cuando Neil se inclinaba a recoger la pelota, oyó a la señora Gorsky gritándole al señor Gorsky. "Sexo oral?! Quieres sexo oral?!, Tendras sexo oral cuando el chico del vecino se pasee por la luna!". Es una historia verdadera. 


domingo, 17 de junio de 2012

Bienaventurados los que soñaron


Los veranos son fantásticos, en buena medida porque coinciden con la temporada vacacional, entre un grado escolar y otro. En mi época de niño, a finales de los 70’s y los 80’s, cada verano era una oportunidad de conocer el mundo. Y no me refiero a grandes viajes, sino al entorno inmediato de nuestra ciudad, las calles, los ríos y los cerros donde aprendimos a cazar pajaritos.
Eran 60 días completos de vacaciones. Tiempo suficiente para desaprender a tomar el lápiz, y cuando volvíamos en septiembre a la escuela, sentíamos los dedos entumidos sin la capacidad de escribir nada. En verano dormíamos más, no había presión de nada, salir a jugar era un derecho bien ganado por haber aprobado el curso escolar. Los domingos como siempre ir a misa en la mañana y por la tarde al cine.
Muchos años después, en la preparatoria, leí algunas novelas juveniles con temáticas de amor. “Amor de verano”, situaciones de parejas que descubrían el placer del primer beso, la primer caricia. Por eso me di cuenta que “verano” se convierte en sinónimo de amor. El calor, el mar, la playa nos incitan a buscar nuevos caminos para explorar en la vida.
Recordé entonces como en un flashback, el mejor verano de mi vida, y lo digo así porque no hay otro que sobrepase el cúmulo de experiencias emocionales que se pueden sentir cuando se conjugan una serie de circunstancias perfectas. Puedes crecer y conocer el mundo, París, New York, Londres, pero el recuerdo de la primera emoción siempre estará ahí para recordarte lo que fuiste algún día, la personificación de la inocencia, el despertar de un ser que sale del sueño y pronto se abre al abrazo, al beso furtivo, a la caricia tibia.
Fue el verano de 1987, en el campamento Kinijé. Donde aprendí a conectarme con amigos, a soñar con un mundo mejor. Éramos niños en su última etapa, dando el primer paso hacia el mundo de los adultos. 13 años la mayoría, que expresaban en sonrisas y en juegos su optimismo de vivir. Diferentes trasfondos, distintos lugares de residencia, pero todos hermanados por sentimientos sublimes que solamente la poesía puede describir.
Allí pude experimentar también el primer dolor de separarse de personas que uno quiere, que sabe que tal vez ya no pueda ver por cualquier circunstancia. Pero también descubres la magia de la esperanza. Esto significa que la vida se compone de un mosaico de posibilidades, puertas que se abren y se cierran para forjar una personalidad. Hasta que un día vuelves tu mirada, y logras decir: valió el esfuerzo.
Luego vienen muchos otros veranos, ir a la playa, a la gran ciudad. Entregarte en cuerpo y alma a proyectos que nacen y desaparecen, como la vida misma. Pero nunca se volverá a repetir la sensación de la inocencia, del poderoso anhelo de vivir al filo de la eternidad. Sólo el recuerdo será un acicate para darte cuenta que el futuro existirá solo en la medida que nos entreguemos al presente, y las benditas posibilidades que se abren como una flor ante nuestros ojos.
Bienaventurados los que soñaron, porque volverán a soñar una y otra vez.

Infancia es un destino posible


Dedicado a Miriam
en este Día del Padre
17 de junio 2012


Nacemos genéticamente programados para crecer, desarrollarnos y posteriormente morir. Sin embargo el principal objetivo de nuestros genes está encaminado en traspasar esa carga informativa hacia otros individuos, para la conservación de la especie humana.
A pesar de esta marca que todos los seres vivos compartimos, es el hombre/mujer quien a lo largo de cientos de miles de años de evolución y culturización se ha colocado en la cima, creando una diversidad de estilos de vida, creencias, modelos de sociabilización, que nos hacen pensar por un momento que lo planteado no fuera así.
Cuando nacemos a la vida, somos recibidos por un entorno social. Nada sabemos en ese momento de qué tipo de padres tenemos, si son ricos o pobres, si son blancos o de raza de color, o si ellos poseen un determinado tipo de credo religioso. Todo lo que nos mueve como bebés son los instintos de sobrevivencia, más si fuéramos abandonados moriríamos irremediablemente.
            Afortunadamente para la gran mayoría, somos tratados cuidadosamente por un largo tiempo, protegidos amorosamente por un padre o una madre que se encargan, a veces juntos, a veces separados, de proveernos las necesidades básicas de alimentación, vestido y un techo que nos resguarda del medio hostil, tanto físico como social.
            Por regla casi general, es la infancia la etapa más feliz de un individuo, sin embargo no es este estado de inocencia la razón fundamental de nuestros procesos biológicos. Un niño o niña tiene que crecer y experimentar el dolor, el fracaso, el desasosiego, para que tal vez –y sólo tal vez- encuentre un propósito en la vida, más allá del puramente transitorio: nacer, crecer, desarrollarse, procrearse y morir.
Pasamos los primeros seis años de nuestra vida en un estado idílico, con una madre que nos brinda generosamente sus afectos, ella nos cuida y enseña la forma de relacionarnos con el entorno. Todo es felicidad en el niño que solamente llora por obtener sus alimentos y le son dados, no hay en él ningún tipo de aprehensión por la posibilidad de morir, nada que le quite el sueño.
En el mejor de los casos, y de acuerdo con los convencionalismos sociales establecidos por generaciones, todo individuo nacerá en el seno de una familia, habitualmente un hombre y una mujer que casados deciden establecer su prole. La razón de la familia, de acuerdo con Engels, es preservar los bienes adquiridos a lo largo de la vida, pues así se salvaguarda el esfuerzo realizado a lo largo de años.
Es decir, la razón es económica, y de ninguna manera moral.
Biológicamente, una pareja desarrolla el amor entre ambos con fines puramente reproductivos. La pasión sexual dará paso al amor y posteriormente al compromiso. Este compromiso se manifiesta principalmente en la provisión para la crianza física y educativa de los hijos.
Creo que es este compromiso social lo que colocó al hombre en la cúspide del dominio sobre las otras especies del planeta. Es el trabajo, la inteligencia, el desarrollo de un bien social, lo que permitió al hombre la transformación de su entorno.
            Termino esta reflexión señalando que estamos en un momento de redefinición de los modelos que nos han cimentado como individuos. El futuro de nuestra civilización dependerá en mucho de la capacidad que tengamos de tomar lo mejor de nuestro pasado cultural, desde el punto de vista del desarrollo antropológico, sin cerrarnos a las nuevas posibilidades que nos ofrece un mundo complejo y diversificado ideológicamente.


martes, 17 de abril de 2012

Bajo lágrimas de encanto


A las 3:15 de la tarde Pedrito salió temblando de “la poza del convento”, pero no fue sino hasta que el cielo se tiñó de rojo cuando llegó a su casa. Su tío Herminio se sorprendió al verlo y lo interrogó: -¿qué te pasa hijo?- ; pero no contestó nada.
            El día que le contaron “la historia”, Pedrito González no pegó el ojo en toda la noche, tenía 12 años cuando le soltaron lo más fantástico que hasta ese momento había escuchado: “el mismísimo Tomás Garrido en persona rompió el santo entre sus manos y lo arrojó al río, convulsionándose las aguas a tal grado que desde ese día comenzó a tragarse a la gente”. La gente llamaba a ese lugar misterioso “la poza del convento”.
            Cuando el remolino de esas aguas se tragó a su mejor amigo “el chompipe”, Pedrito González lloró al grado que tuvieron que pasarle tres sueros durante una semana para rehidratarlo. Al recuperarse le contó a su perro la incredulidad que “el chompipe” había mostrado unas semanas atrás de la tragedia.
            -Mira mano, yo no sé po’qué no quieres ir a la poza, pero allá tú-, le dijo casi enojado “el chompipe” a su amigo.
            -Estás loco “Inda”, ya te lo he dicho mil veces, por algo le llaman “del convento”. Algo pasa  ahí adentro.
            Indalecio –como realmente se llamaba el chompipe- había ido solamente en dos veces a la orilla del río. Ambas al escaparse de la escuela, pero en ninguna ocasión se atrevió a zambullirse en las misteriosas aguas. Para la tercera ocasión tenía planeado culminar la aventura. Sería el miércoles de ceniza y el jueves proclamaría a los cuatro vientos que había logrado lo que nadie a su edad: salir con vida de los remolinos.
            El viernes que amaneció lloviendo todos lo lloraron en la secundaria. Por la madrugada encontraron el cuerpo flotando y en la mañana se corrió la noticia por el pueblo. Lulú su mejor amiga se puso tan histérica que tuvieron que darle bofetadas para que reaccionara; Josefo, su acérrimo rival se arrepintió de haberlo molestado tanto en vida y de haber sido él quien le pusiera ese apodo tan peculiar al difunto.
            Pero nadie lo sintió como Pedrito, quien juró ante su perro contagiado por la nostalgia de su amo, que no descansaría hasta conocer la verdad de todo el misterio.

            Al terminar la secundaria a Pedrito ya no le gustaba que lo llamaran por su diminutivo, “ya soy Pedro” repetía constantemente a sus conocidos.
            Su plan aún estaba vigente. Se sabía la biografía completa de don Tomás Garrido Canabal, conocido como “el sagitario rojo”, y efectivamente descubrió la evidencia de que el gobernador tabasqueño pasó por el pueblo arrasando con los ídolos y con todo lo que se opusiera a sus convicciones.
            Pedro no había pasado por alto que era necesario aprender a nadar y su tío Herminio se encargó de enseñarlo en un arroyito tranquilo. Ahora sí estaba preparado para enfrentar cualquier tipo de retos, aún aquellos que asustaban hasta a los adultos ‘más machos’.
            Con el sacrificio de sus domingos logró comprar el equipo suficiente para bucear con seguridad. El plan maestro era introducirse a la poza del convento y rescatar el fetiche que había roto don Tomás, entonces de acuerdo al plan las aguas calmarían su furia y ya no se comerían más a ninguna persona.
            Sólo existían dos inconvenientes, decidirse por el día preciso, y pensar qué hacer si  en lugar de calmarse, los remolinos se enfurecían más.
            Lo pensó una y otra vez, pero al fin decidió que tenía que ser en un miércoles de ceniza la delicada operación.
La mañana del miércoles indicado, al levantarse Pedro presintió la muerte, pero logró sobreponerse al temor con una gaseosa que se tomó, y se prometió a sí mismo tomarse otras dos juntas después de salir victoriosos.
            A su perro ya viejo lo amarró a un árbol para que no lo siguiera y a Lulú su enamorada prefirió no verla para evitarse explicaciones enredadas.
            Al zambullirse en el río eran las 2 de la tarde en punto, las tripas le gruñían, el corazón palpitaba de tal forma que sentía los latidos en las orejas.
            No dejó recado alguno a sus familiares porque algo le decía que volvería con vida a contarles a todos de su hazaña.
            Ocho metros bajo el agua comenzó a ver lo que nunca se había imaginado. Siguió avanzando más adentro y más adentro, los caminos eran interminables, sombras y luces se dibujaban delante de sus ojos. Por un momento sintió que el corazón le salía por la boca, pero se aguantó porque al abrirla perdería el oxígeno del tanque y entonces se ahogaría.
            Cuando sintió el escalofrío por todos los huesos ya no pudo más y botó el tanque, por un instante se quedó paralizado, al reaccionar comenzó a ascender hasta llegar a la superficie.
            Se sentó en una piedra y se soltó a llorar por casi una hora, escuchaba desde lejos a los pájaros rechillar como cada tarde en el parque, y a los perros ladrar como nunca antes.
            Herminio, el tío, lo vio llegar y lo notó totalmente diferente. Como si la mitad del alma se la hubieran arrancado.
            -¿Qué te pasa hijo?, le preguntó preocupado. Pedro no respondió. Agarró una gaseosa de la mesa y se la tomó hasta el fondo.
            No contestó, ni en ese momento, ni nunca más, perdió el habla para siempre.