domingo, 17 de junio de 2012

Bienaventurados los que soñaron


Los veranos son fantásticos, en buena medida porque coinciden con la temporada vacacional, entre un grado escolar y otro. En mi época de niño, a finales de los 70’s y los 80’s, cada verano era una oportunidad de conocer el mundo. Y no me refiero a grandes viajes, sino al entorno inmediato de nuestra ciudad, las calles, los ríos y los cerros donde aprendimos a cazar pajaritos.
Eran 60 días completos de vacaciones. Tiempo suficiente para desaprender a tomar el lápiz, y cuando volvíamos en septiembre a la escuela, sentíamos los dedos entumidos sin la capacidad de escribir nada. En verano dormíamos más, no había presión de nada, salir a jugar era un derecho bien ganado por haber aprobado el curso escolar. Los domingos como siempre ir a misa en la mañana y por la tarde al cine.
Muchos años después, en la preparatoria, leí algunas novelas juveniles con temáticas de amor. “Amor de verano”, situaciones de parejas que descubrían el placer del primer beso, la primer caricia. Por eso me di cuenta que “verano” se convierte en sinónimo de amor. El calor, el mar, la playa nos incitan a buscar nuevos caminos para explorar en la vida.
Recordé entonces como en un flashback, el mejor verano de mi vida, y lo digo así porque no hay otro que sobrepase el cúmulo de experiencias emocionales que se pueden sentir cuando se conjugan una serie de circunstancias perfectas. Puedes crecer y conocer el mundo, París, New York, Londres, pero el recuerdo de la primera emoción siempre estará ahí para recordarte lo que fuiste algún día, la personificación de la inocencia, el despertar de un ser que sale del sueño y pronto se abre al abrazo, al beso furtivo, a la caricia tibia.
Fue el verano de 1987, en el campamento Kinijé. Donde aprendí a conectarme con amigos, a soñar con un mundo mejor. Éramos niños en su última etapa, dando el primer paso hacia el mundo de los adultos. 13 años la mayoría, que expresaban en sonrisas y en juegos su optimismo de vivir. Diferentes trasfondos, distintos lugares de residencia, pero todos hermanados por sentimientos sublimes que solamente la poesía puede describir.
Allí pude experimentar también el primer dolor de separarse de personas que uno quiere, que sabe que tal vez ya no pueda ver por cualquier circunstancia. Pero también descubres la magia de la esperanza. Esto significa que la vida se compone de un mosaico de posibilidades, puertas que se abren y se cierran para forjar una personalidad. Hasta que un día vuelves tu mirada, y logras decir: valió el esfuerzo.
Luego vienen muchos otros veranos, ir a la playa, a la gran ciudad. Entregarte en cuerpo y alma a proyectos que nacen y desaparecen, como la vida misma. Pero nunca se volverá a repetir la sensación de la inocencia, del poderoso anhelo de vivir al filo de la eternidad. Sólo el recuerdo será un acicate para darte cuenta que el futuro existirá solo en la medida que nos entreguemos al presente, y las benditas posibilidades que se abren como una flor ante nuestros ojos.
Bienaventurados los que soñaron, porque volverán a soñar una y otra vez.

Infancia es un destino posible


Dedicado a Miriam
en este Día del Padre
17 de junio 2012


Nacemos genéticamente programados para crecer, desarrollarnos y posteriormente morir. Sin embargo el principal objetivo de nuestros genes está encaminado en traspasar esa carga informativa hacia otros individuos, para la conservación de la especie humana.
A pesar de esta marca que todos los seres vivos compartimos, es el hombre/mujer quien a lo largo de cientos de miles de años de evolución y culturización se ha colocado en la cima, creando una diversidad de estilos de vida, creencias, modelos de sociabilización, que nos hacen pensar por un momento que lo planteado no fuera así.
Cuando nacemos a la vida, somos recibidos por un entorno social. Nada sabemos en ese momento de qué tipo de padres tenemos, si son ricos o pobres, si son blancos o de raza de color, o si ellos poseen un determinado tipo de credo religioso. Todo lo que nos mueve como bebés son los instintos de sobrevivencia, más si fuéramos abandonados moriríamos irremediablemente.
            Afortunadamente para la gran mayoría, somos tratados cuidadosamente por un largo tiempo, protegidos amorosamente por un padre o una madre que se encargan, a veces juntos, a veces separados, de proveernos las necesidades básicas de alimentación, vestido y un techo que nos resguarda del medio hostil, tanto físico como social.
            Por regla casi general, es la infancia la etapa más feliz de un individuo, sin embargo no es este estado de inocencia la razón fundamental de nuestros procesos biológicos. Un niño o niña tiene que crecer y experimentar el dolor, el fracaso, el desasosiego, para que tal vez –y sólo tal vez- encuentre un propósito en la vida, más allá del puramente transitorio: nacer, crecer, desarrollarse, procrearse y morir.
Pasamos los primeros seis años de nuestra vida en un estado idílico, con una madre que nos brinda generosamente sus afectos, ella nos cuida y enseña la forma de relacionarnos con el entorno. Todo es felicidad en el niño que solamente llora por obtener sus alimentos y le son dados, no hay en él ningún tipo de aprehensión por la posibilidad de morir, nada que le quite el sueño.
En el mejor de los casos, y de acuerdo con los convencionalismos sociales establecidos por generaciones, todo individuo nacerá en el seno de una familia, habitualmente un hombre y una mujer que casados deciden establecer su prole. La razón de la familia, de acuerdo con Engels, es preservar los bienes adquiridos a lo largo de la vida, pues así se salvaguarda el esfuerzo realizado a lo largo de años.
Es decir, la razón es económica, y de ninguna manera moral.
Biológicamente, una pareja desarrolla el amor entre ambos con fines puramente reproductivos. La pasión sexual dará paso al amor y posteriormente al compromiso. Este compromiso se manifiesta principalmente en la provisión para la crianza física y educativa de los hijos.
Creo que es este compromiso social lo que colocó al hombre en la cúspide del dominio sobre las otras especies del planeta. Es el trabajo, la inteligencia, el desarrollo de un bien social, lo que permitió al hombre la transformación de su entorno.
            Termino esta reflexión señalando que estamos en un momento de redefinición de los modelos que nos han cimentado como individuos. El futuro de nuestra civilización dependerá en mucho de la capacidad que tengamos de tomar lo mejor de nuestro pasado cultural, desde el punto de vista del desarrollo antropológico, sin cerrarnos a las nuevas posibilidades que nos ofrece un mundo complejo y diversificado ideológicamente.